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Escuela y juventudes en la consolidación de la cultura mafiosa

De antemano agradezco la inspiración a la escritura de estas líneas, a un amigo, colega y compañero de viaje quien compartió conmigo la investigación “Mercados de la criminalidad en Bogotá” realizada por Ariel Ávila y Bernardo Pérez. Publicación auspiciada por la Secretaría Distrital de Gobierno y la Corporación Arco Iris.

Como antesala a lo que me referiré en adelante, vale la pena mencionar que para nadie es un secreto que, desde hace décadas, nuestro país es presa de los intereses de lucro de bandas, grupos y consorcios dedicados al negocio del narcotráfico. Mucho antes de los años 80s del pasado milenio estas agrupaciones delictivas, bajo las presiones armadas, la clandestinidad y el apoyo de personajes al margen de la Ley, emprendieron un proceso de masificación en la sociedad con el ofrecimiento de sustancias psicoactivas como la cocaína, la marihuana, el bazuco, la heroína y muchas más. Este proceso de ampliación del mercado narcotraficante, en la época mencionada, se desplegó de una manera más visible en el ámbito internacional a tal punto que los narcos colombianos lograron inspirar a varios directores de cine y televisión, para mostrar descaradamente parte de la problemática que nos azota como haciendo, a su vez, una mala propaganda de lo que en verdad encarna a nuestra sociedad.


El terror que vivimos en el país en la década de los mencionados años 80s -evidenciado en atentados terroristas a dirigentes políticos, asesinatos de todo tipo en distintas regiones y la escalada de dirigentes del gobierno por apagar la vida de muchos que pensaron diferente- obedeció en gran parte al dominio, las luchas y la reestructuración de estos grupos dedicados al negocio de las drogas ilícitas, así como por la debilidad, ausencia de sabiduría y negligencia de los gobiernos de turno, y por la complicidad de dirigentes políticos, fuerza pública, incluso de representantes del escenario intelectual y religioso de la nación.

“Pasada la horrible noche”, al comienzo del nuevo milenio hasta nuestros días, estas agrupaciones de narcos han mutado para hacerle frente a las restricciones impuestas por el gobierno y la fuerza pública. Estos últimos pareciera que han estado más preocupados por los recursos enviados desde los Estados Unidos, a través del famoso “Plan Colombia” y otro tipo de mecanismos de cooperación entre naciones y en satisfacer sus caprichos a nombre del Estado, que apoyar con soluciones más contundentes a la reducción del impacto de esta problemática social que ha generado la presencia del mercado de las drogas. Así, podemos citar varios de los acontecimientos que muestran como este problema es un asunto de todos y el cual se extiende a pasos agigantados en todas las instituciones y grupos de la sociedad colombiana:


1. A comienzos del nuevo milenio la pugna entre los carteles mexicanos y colombianos por el manejo del negocio del narcotráfico se acentúa a tal punto que los primeros terminan quedándose con el control de las rutas de envío de las drogas (cocaína, marihuana…) hacia los Estados Unidos. De este modo los carteles mexicanos, por su ubicación territorial y descomunal fuerza terminan doblegando incluso al gobierno de turno, poniendo así las condiciones de producción y dispersión de la droga producida por países como Colombia, que dominaron el mercado hasta hace aproximadamente una década, de tal modo que, por ejemplo, deben pagar aranceles a éstos con el fin de que logre entrar este “producto” al territorio Yanky.


En consecuencia los narcos colombianos se vieron obligados, lo cual no es justificable, a abrir el mercado interno de drogas en las principales ciudades del país, siendo Bogotá el perfecto nicho para establecer las “ollas” sobre las cuales me referiré más adelante.


2. Sumado a lo anterior, está el hecho de que al eliminarse la zona de “El Cartucho” – espacio de encuentro de habitantes de la calle y otros para el consumo y mercadeo de drogas ilícitas en el centro de Bogotá – y reemplazarse con la construcción del “Parque del Tercer Milenio”, el negocio de drogas allí concentrado se extendió por toda la capital de la República. Así, el gobierno de turno mejoró en cierta medida las condiciones de tránsito por esta zona de la ciudad, pero a costa de la ampliación y reorganización de los pequeños, medianos y grandes expendedores de drogas ilícitas en la ciudad.


En su momento recuerdo que se prometió reubicar a los habitantes de la calle y brindar asistencia médica y de otro tipo para aportar a que éstos emprendieran nuevas vidas, lo cual no se llevó a cabo debido a que lo único que importaba era favorecer los intereses particulares de otro tipo de negociantes y mercaderes los cuales no mencionaré dado el ejercicio que pretendo realizar con este escrito.


3. La estructuración de este sistema de comercialización de la droga, según lo descrito en los anteriores numerales, se consuma con dos factores adicionales. El primero, la prohibición del porte de la dosis personal de sustancias psicoactivas con la sentencia del la Corte Constitucional de 1994. El segundo, por la presencia de una justicia laxa en la toma de decisiones, de tal modo que esta situación del narcotráfico no se ha atendido seria y debidamente a lo largo de la historia. Ello, lo corrobora la complicidad de la cual hablo anteriormente de parte de ciertos gobiernos y estamentos del Estado.


4. Como un cuarto elemento o acontecimiento que ha contribuido, y que lo sigue haciendo, en la explosión de este fenómeno, flagelo o cáncer, es la extrema pobreza, falta de oportunidades, condiciones vulnerables y olvido del Estado, que han sufrido gran parte de nuestros compatriotas niños, jóvenes, adultos y ancianos, ya que no les ha quedado otro camino que: hacer parte de estos grupos dedicados al mercado de las drogas ilegales, delinquir, formar parte de guerrillas o de los segundos brazos armados del gobierno, ó como es el caso de este escrito terminar “metidos en la olla”.


Con los antecedentes expuestos, podemos recrear o comprender a la “olla” como los expendios ubicados en lugares o barrios de la ciudad, donde se venden todo tipo de drogas (cocaína, bazuco, marihuana, heroína…) en dosis pequeñas a un precio que está alrededor de 2.000 pesos (cada papeleta). Sin embargo, según lo que comenta un profesor allegado, en cercanías del colegio donde labora este tipo de drogas se vende a los estudiantes a un precio de 500 pesos colombianos. Esta presentación y precios de la droga se conocen con el nombre de “narcomenudeo”. Este negocio se ha extendido no sólo a los barios de Bogotá sino, igualmente, se ha ampliado al comercio informal (vendedores de dulces y ventas de la calle), los parques y los entornos escolares con el apoyo de los “jibaros” o “taquilleros” quienes son los que venden las drogas en estos espacios.


El descarnado asunto llega a ser tan profundo que se sabe de familias enteras dedicadas al negocio del narcomenudeo, quienes trabajan con la droga que les es brindada a crédito por los distribuidores a los cuales se les deja en consignación todo tipo de electrodomésticos, enseres y armas. Estas familias con las utilidades obtenidas, pagan el mencionado crédito y se “simula” en cierta medida la economía tradicional (vendedores, intermediarios y compradores). En el argot del negocio ya se habla de “mayoristas” los cuales han jalonado los adictos y habitantes de la calle que fueron asiduos compradores y consumidores de droga de la extinguida zona de “El Cartucho”; así mismo, se habla de “distribuidores selectos” quienes venden a domicilio las drogas en sectores y estratos altos de la ciudad; igualmente se alude a las “ollas de distribución barrial” quienes atienden las solicitudes de droga de los habitantes de los barrios bogotanos.


En este orden de ideas, por ejemplo, los “mayoristas” reciben la mercancía (droga) de sus proveedores (del Guaviare, Vichada, Arauca…), quienes usualmente son grupos al margen de la Ley, y la distribuyen en los distintos niveles de “olla” o lo que se conoce en este ámbito como “líneas de distribución” que operan en las Localidades de Bogotá. Estas “líneas” incluso marcan los paquetes de droga con logos distintivos, como se identifican otro tipo de productos como cigarrillos, dulces, etc. El negocio del narcomenudeo es tan rentable que una “olla barrial” logra obtener ganancias brutas de aproximadamente 13 millones de pesos semanales por lo que muchos compatriotas, con las adversas condiciones que padecen, se ven tentados a emprender esta carrera con la muerte.


¿Y lo expuesto hasta el momento qué relación tiene con lo educativo?

En principio me atrevo a responder que mucho, ya que el panorama descrito presenta un problema social y educativo de fuerte envergadura. Sin ir muy lejos, podemos corroborar cómo los tentáculos de las ollas están presentes en la periferia de los colegios y en los pasillos de las universidades colombianas.

Mi tesis es que la cultura mafiosa se consolida gracias a la indiferencia y ciertas actuaciones de jóvenes y actores de la escuela, lo cual espero explicar de la mejor manera en lo que sigue, y corriendo el riesgo de las críticas e inconformidades que se susciten.


Particularmente el escenario educativo, en sus niveles de media y superior, está asediado y a merced de las disposiciones de los mercados y dueños de las “ollas”, que consiguen dinero fácil a partir del terror, la desesperanza y el miedo de los jóvenes. Sabemos que se agotan las posibilidades o recursos para hacerle frente a estos condicionamientos, ya que se requiere ineludiblemente del concurso activo del Estado no tanto para financiar la guerra frontal a estos grupos, sino para brindar educación de alta calidad, pública y más abierta a los sectores más necesitados.


Estos últimos son el nicho que han aprovechado los dueños del narcomenudeo, a tal punto que niños y jóvenes terminan siendo consumidores y, si en el futuro la droga no ha hecho mayores estragos, coordinadores de las redes del tráfico de estupefacientes. En todo caso produce estupor cómo lo educativo, aquel que muchos creemos es parte importante de la respuesta a la violencia, está permeado por el tráfico descarado en cada esquina, pasillo, edificio y sitio, por ejemplo, de las universidades como las públicas donde pareciera que nadie es dueño de nada pero que, irónicamente, reclamamos sin merecer.


Correteando los lugares de mi universidad, por ejemplo, encuentro a niños jugando a ser hombres, niñas sosteniendo la cabeza con las manos, juventud desperdiciada en los jóvenes como bien no lo recuerda otro amigo de luchas. Encuentro gran descomposición y una marcada presencia de brotes de estas “ollas”, descritas con anterioridad, que no sólo proveen drogas sino alcohol en todas sus expresiones, que ponen a volar a parte de la comunidad universitaria. Parece una gran feria y encuentro, no con el conocimiento, sino con la muerte encarnada en micro tráficos que se lucran con los pocos pesos de los pelaos y que son dados, muchas veces, con esfuerzo por sus padres y/o familiares.


Comprendo que en la juventud se cometen errores y que se desea probar y vivir nuevas experiencias, pero lo que no comparto es cómo las mentes, que deberían estar al servicio de la comunidad inmediata y de las generaciones del mañana, se enlodan y navegan por los ríos de los químicos, revientan su mente, las venas y el ser. El no compartir esto no lo hago con el ánimo de juzgar o condenar este tipo de acciones, sino con el propósito de poner de presente cómo las “revoluciones” de muchos jóvenes de las universidades se diluyen con el soplo, el pinchazo y la embriaguez. Basta con visitar algunas de estas instituciones los días viernes, para corroborar esta lamentable condición humana.


Ante esta situación uno diría que los primeros llamados a formar parte de un proyecto pedagógico y político que le haga frente son los maestros. No obstante, en la práctica se vivencia cierta indiferencia de parte de éstos, una falsa instalación de la verdad que dice todo el tiempo que “se ha cumplido con el deber y las horas de tiempo dedicadas a la labor docente”, un frenesí por la “intelectualidad” que personalmente llamo seudo-intelectualidad, una ausencia de corresponsabilidad y de amor por los estudiantes como bien nos exhorta el pensador francés Edgar Morin... Igualmente, es común en los claustros universitarios ver cómo docentes son instigadores de violencia, desde las aulas de clase, cuando asumen cierta “autonomía” a partir de la cual se ausentan de su responsabilidad en la formación de los muchachos, que llegan con muchos sueños los cuales en el camino son enviados al olvido producto de estas prácticas. Paradójicamente en las universidades se produce investigación y paralelamente muchos docentes renuncian a ser mejores personas, ya que al parecer en su lógica el conocimiento es el fin de todo lo cual oscurece el entendimiento.


Por ello, la búsqueda incansable de la sabiduría, la comprensión y la crítica, para este tipo de profesores, ya no son rentables en los tiempos actuales ya que de lo que se trata es de acumular puntos, amontonar títulos y engrosar si se pueden los bolsillos, ya que hay un mundo esperando para disfrutar y el estudiantado puede, por ende, seguir esperando la respuesta a muchas de sus inquietudes y al buen ejemplo. El “ánimo de lucro”, que es slogan y la mejor carta de los miembros del gobierno para consolidar el adefesio de reforma de la Ley de la educación superior en Colombia, en estos términos se vendría llevando a la práctica desde hace mucho tiempo en cabeza de docentes del país. Así, no es raro encontrar cómo a los docentes universitarios les preocupa más el status académico, el reconocimiento económico, el carro, el viaje o la vivienda a comprar, entre otras cosas. Por su parte, es común ver cómo docentes de la educación media se están formando en áreas de posgrado para mejorar sus condiciones salariales y también para dar un salto a las instituciones de educación superior, donde seguramente harán parte de esta orgía en la que se ha convertido el ejercicio y la condición docente.


Aclaro que no tengo nada en contra de este tipo de profesores, ya que tengo la suficiente certeza de que el camino a seguir se encuentra inhabitado, por ahora, y muy pocos hemos iniciado a caminar éste conscientes de que nuestros niños, jóvenes y adultos requieren de una atención especial y de un compromiso real de parte de los estamentos del Estado, de las instituciones de educación en todos sus niveles, del magisterio y, en general, necesitamos de una responsabilidad individual y en conjunto.


Sin duda un tema como el del narcotráfico o narcomenudeo es bien complejo y no se agota en estas líneas, ya que son muchas las cosas que quedan por decir. Sin embargo, continúa la preocupación, si mi tesis es válida, de que este tipo de prácticas que describo sucintamente de profesores y juventudes están aportando a la consolidación del narco-negocio que hace presencia ya no sólo en la puerta de las instituciones educativas sino al interior de las mismas. Lo mencioné en otras comunicaciones de que la cultura mafiosa, es decir aquella que busca infringir la norma, preferir el atajo, evadir la responsabilidad, consolidar la corrupción en todas sus expresiones, condiciona y de alguna manera describe a la sociedad colombiana y, como dice un estudio de la Universidad Nacional, es una cultura donde el “ciudadano” prefiere “no dar papaya y aprovechar el papayazo”, hablando en términos coloquiales de nuestra lengua Chibcha.


En este sentido los proyectos de bienestar, de investigación y de desarrollo, emprendidos en las instituciones educativas, son un rotundo fracaso si continúan creyendo que el tema de las sustancias psicoactivas se combaten con cursos, mimos y asistencialismo de todo tipo a los educandos. Reconocer, por ejemplo, el narcomenudeo como una problemática que requiere de políticas de Estado es un primer avance. Un segundo avance puede darse si los actores educativos, adultos, son capaces de ubicar a sus estudiantes y localizarse a sí mismos para que, a partir de las distancias encontradas, se logre un acercamiento que posibilite formar adecuadamente a los ciudadanos del mañana. En tercer lugar, necesitamos de un autoexamen que nos permita comprender mejor cómo son nuestras prácticas, ya que posiblemente éstas pueden tener tintes de corrupción los cuales no dejan que cumplamos con nuestro deber en todos los espacios en los que nos desenvolvemos. En cuarto lugar, requerimos de habitar y no de ocupar, como lo enseña otro amigo y colega, las instituciones educativas como una de las maneras para hacerle frente a los mercados de la droga y a la insistencia de las juventudes de hacer parte de éstos. Habitar significa compromiso, defensa de lo que se nos da y que nos hace crecer en lo personal y profesional, honestidad en lo que hacemos y responsabilidad en lo que decimos, amor por nuestros estudiantes, colegas y directivos, soñar con un mejor mañana y, por qué no, con una mejor escuela donde se formen las mejores personas en respuesta a la oleada de corrupción que nos agobia en el presente momento histórico.

Comentarios

Mary Lache dijo…
Querido Giovanni... creo que haces una muy buena relatoría de una de las situaciones que como dices, agobia el presente de la escuela y desdibuja su ethos.

No obstante, pienso que no es pertinente ser tan radical con los maestros o generalizar en sus prácticas, porque en Bogotá, también hay maestros comprometidos con su quehacer, aún por encima de todo lo que enfrentan a diario, por aquella cesión de responsabilidad que la familia y el Estado, le va imprimiendo a la escuela en forma creciente.

La escuela debe atender hoy día muchas demandas que otrora no le correspondían y en ello, el maestro ya no sólo es maestro, sino psicólogo, cuidador, policía, entre otras tareas que a diario debe desarrollar, no con pocos estudiantes.

Por ello, yo agregaría dentro de los avances o proyectos a desarrollar en este tema, primero, la necesidad de reducir la cantidad de estudiantes por aula para que la labor pedagógica de nuestros maestros pueda hacerse a conciencia, con calidad, con todo los cambios que esto implica.

Como segundo, contar con personal de apoyo, calificado en procesos de intervención terapéutica pues tal como lo expones, el narcomenudeo o como otros lo llaman, microtráfico, ya ingresó a los colegios y se realiza, no solo a través de SPA reconocidas como tal por la legislación, sino con otras sustancias como los refrescos en polvo y los limpiadores de computadores. Tampoco creería pertinente detener las jornadas de prevención, pues en nuestro país, este es un espacio que ha sido mal manejado; es necesario que tanto la prevención -con otro enfoque- y la intervención, vayan de la mano, además porque nuestros maestros no están preparados para afrontar estas y otras problemáticas como el pandillismo, y en ocasiones (no todas) permiten que el miedo supere su vocación.

Por último, es también necesaria la actuación corresponsable de las demás instituciones que tienen que ver con la formación de seres humanos, puesto que la escuela tiene sus limites en este sentido. Por ello, considero importante una formación de los maestros y directivos docentes en lo que tiene que ver con las alianzas posibles, por ejemplo, con las Comisarías de familia, con el Bienestar familiar, etc... en las cuales se reconozcan los instrumentos y protocolos que les permitan un manejo mancomunado de la convivencia escolar, en donde, desde un acompañamiento in situ, más que obstáculos, se generen puertas de salida a esta y otras problemáticas relacionadas.

Un abrazo.

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